viernes, 11 de diciembre de 2009

Vuelta a las canchas

Hace poco me estaba preguntando cómo se vuelve al mercado. Claro, después de estar tanto tiempo fuera del circuito (en mi caso, 7 -8 años de relación estable me alejaron por completo), cómo hace uno para regresar e insertarse nuevamente. Ojo, todavía no me lo planteo, pero me empieza a dar curiosidad y comienzo a coquetear con la idea en mi imaginación.
Por momentos, siento que debería enchularme desde la punta del dedo gordo del pie hasta las raíces del pelo de la cabeza, como para hacer una entrada triunfal. Es decir, tendría que hacerme 17 lipos como para sacar el excedente de grasa y ver qué hay debajo, masajes, masajes y más masajes para que mi cuerpo tome alguna forma, tratamientos anticelulíticos y todos lo que haya en la vuelta, tetas nuevas, extensiones de pelo, nuevo outfit o mejor dicho nuevo closet, mucho makeup, manos y pies, y dejar ir por completo algunos pensamientos que quedaron a la deriva en mi interior. En definitiva, tendría que hacerme a cero como para poder competir o hacer un mínimo ruido. Qué divague estoy diciendo, como para poder retornar sin que me escupan. Sobre todo pensando que corro con desventaja porque hoy en día las niñas vienen con toda la fuerza. Son jóvenes, flacas, altas (no sé con qué las alimentan, el danonino que les dan de chiquitas vienen con anabólicos o algo, no me jodan), abiertas, lanzadas, con onda, bailan y perrean como los dioses, no tienen tantos mambos o al menos no cuentan con un matrimonio fallido en su currículum vitae, tienen toda la energía del mundo, salen de noche con musculosa y no tienen frío, e incluso hasta algunas son vírgenes (okay, estas últimas se pueden contar con los dedos de una mano pero existen). Haciendo un burdo paralelismo, ellas serían como un auto nuevo full equip con un motor del carajo y yo un auto viejo que le hicieron chapa, pintura y le sacaron unos cuantos pero cuantos kilómetros como para poder venderlo. Resumiendo, está COM PLI CA DA la mano. Además, debería pedir un préstamo de acá a cuando me muera para poder cubrir los gastos de cirugías, tratamientos estéticos y todas esas cosas que estoy necesitando. Porque caer en manos de un mal cirujano plástico sería como cavar mi propia tumba. Me muero que si después de endeudarme hasta la médula, salgo del quirófano hecha un mamarracho. Por ejemplo, con una teta más abajo que la otra. Un horror! Mejor me olvido del tema o busco un plan B, mientras ahorro unos mangos.
Ahora que pienso, ayer cuando volvía de terapia descubrí un hostel que queda cerca de casa. Una casona antigua con una linda fachada, bien ubicada, soleada y arreglada, al menos eso parecía por fuera. Y se me ocurrió que podría ser un buen lugar como para conocer a alguien. Es decir, un “chico” (joven adulto o adulto joven). Alguien como para ir entrando en calor, ir haciendo boca, mientras pienso la posibilidad de una vuelta al mercado y la mejor forma de financiamiento. Podría pedirle a mi madre que me ayudara con los gastos, pero estoy segura que este viaje no me lo sigue. Va a empezar con que lo importante es lo de adentro, la belleza interior, que soy “preciosa” (obvio, lo dice porque es mi madre) y zazaraza. Conclusión no le voy a pedir un peso ni tampoco comentarle nada de este tema. Pero creo que vincularme con alguien del hostel puede ser un buen primer paso. Sería algo “freelance”, sin compromiso ni reclamos, algo así como un toque y me voy. No sólo porque nadie está con ánimos de casarse (todavía me tiene que salir el divorcio), sino porque la otra persona tiene que volver a su lugar de origen en algún momento. Recordemos que en un hostel residen extranjeros no orientales. Otro punto a favor de este plan, es que el ciudadano extranjero es como un desconocido en tierra de nadie. Nadie lo conoce por lo cual puede hacer lo que quiere y lo más interesante es que él tampoco conoce nuestro historial. Es decir, no sabe de qué pata rengueamos. Y en caso de cruzarme con alguien conocido, no me va hostigar con preguntas del estilo “qué apellido tiene”, “qué hace”, “quiénes son sus padres”, “es algo de fulanito” ni nada por el estilo, porque se va a notar a la legua que no es de acá y en el peor de los casos dirá con un mal español “no entiendo”. Además, tiendo a pensar que todo se circunscribiría a lugares muy under. Cada vez me divierte más la idea, porque el vínculo se remitiría a un intercambio de favores/intereses por llamarlo de alguna forma. Una mera transacción. Yo como locataria le podría ofrecer el clásico sightseeing de la ciudad e invitarlo a esos lugares que no aparecen en la querida guía Michellin y que sólo conocen los locatarios, convidarlo con un plato de comida casera calentita que siempre se siente como un bálsamo para el alma cuando uno está de viaje y podría ofrecerle alguna cosita más, dependiendo de si rinde o no rinde el muchacho. Ah! Ni que hablar de sexo, no puedo prometer sexo ardiente y latino porque estoy totalmente out of training, pero por lo menos va a ser sexo seguro. Con un hijo no lo voy a clavar ni tampoco con ninguna enfermedad, tengo el carné de salud vigente como las chicas de Naná. Por mi parte, yo voy a poder desempolvar y ensayar mis olvidados movimientos y armas de seducción. Como ser caídas de ojos, sonrisas, juegos de miradas, escotes pronunciados y reencontrarme con los queridos movimientos pélvicos. Tengo que recordar sacarme esta vez las medias , aunque hagan 10º bajo cero y este con hipotermia me tengo que quitar los sockets, porque ese descuido ya me costo un matrimonio.
A su vez, esta estrategia es buena a mediano y a largo plazo. Porque el intercambio sería recíproco y en algún momento habría una devolución de favores. Por ejemplo, si conozco a un francés, espero que cuando vaya al viejo mundo me invite con al menos un crepe o baguette. Prometo, no mencionar nada de lo sucedido en Uruguay a su esposa o fiancé. Lo que pasa acá queda acá. Ni siquiera voy a pedirle sexo, me conformo con que me muestre un pantallazo de su ciudad y recomiende algún par de sitios para visitar. Que comparta algunos de esos piquecitos que sólo conocen los locales. En definitiva, simplemente espero un poco de hospitalidad o reciprocidad comercial.
Así que en cualquier momento me siento a desayunar en las mesitas de afuera del hostel. Me pongo un escote, me cruzo de piernas, abro mi laptop y espero pescar algo.

Cuaderno

“Disculpame Maca, pero se me terminó el cuaderno y no me dio el tiempo de comprar otro”. Me dijo Ale, mi terapeuta, mientras buscaba un recoveco donde poder escribir.
“¿Y cuántos cuadernos llevo?”, le pregunté.
Se río y agregó con tonito, irónico “¿Querés saber cuántas hojas tiene también?”. Antes que le contestara, ya conocía la respuesta, se fijo en la contratapa y me dijo, “Tiene 500”. Me parecía relevante el dato porque siempre creí que el mío se destacaba entre toda la pila de cuadernos que tenía a su lado. Como que el resto de los pacientes tenían cuadernos de 200 hojas y el mío era de 500. Lo cual no me hacía “especial” ni “diferente” ni colocaba en un lugar preferencial, pero denotaba que había estado un poco trastornada o ella estaba llena de nuevos paciente. Me inclino más por la primera opción, porque en ningún momento hizo una campaña para captar nuevos clientes, ya sea comunicando inscripciones abiertas o algo más one to one con sus actuales “consumidores”. Por ejemplo, podría habernos dando un flyer a dos tintas en un papel kraft con el siguiente texto: “trae a un amigo que veas que está en el horno y tenés una consulta gratis!”. Y entre todos los pacientes que participáramos de la promo, se podría sortear un mes gratis. Uy, un mes sin el fuckin´ gasto fijo de terapia. ¡Qué placer! Ahora que lo pienso es una buena acción de marketing para proponerle, tal vez en algún momento se la mencione. Aunque no quiero que me mal interprete y me termine aumentando la frecuencia de consultas o me derive al “shrink”, como cuando le comenté mi idea de los famosos tips de la felicidad que nunca entendió y sigo pensando que es buenísima.
Así que me limite a preguntarle, “¿Y qué hacés con los cuadernos? ¿Los guardás?”. Quería que me lo diera, era mi diario de viaje y me parecía justo que yo me lo quedara.
“Los tengo en casa en un placard.”, me respondió. “Hasta tengo el tuyo de la primera vez, lo vi el otro día. Ese sí que tenía una tapa bien pero bien fea”. Se reía al tiempo que describía la carátula, mientras yo sólo pensaba en lo poco que quedaba de aquella Maca. Sentía que había pasado una vida desde la primera vez me senté en su incómodo sillón. Por mi cabeza pasaba un compilado de imágenes de todas las situaciones que había atravesado desde entonces, como si fuera un clip con escenas de vida, una sucesión de slices of life pero no cualquier life sino my life... Proyectos, sueños, casamiento, adaptación a nueva vida, un poco de extrañitis, cambio de rumbo y estrategia de trabajo de Nico, apoyo incondicional, miedos, desconformidad con mi trabajo, necesidad de cambio, mudanza, nuevo trabajo, desconformidad con mi cuerpo y la vida, flacura extrema, alerta roja interna (tenía un cartel de warning que avisaba a gritos “MACA, LO ESTÁS PERDIENDO! SE VA TODO AL CARAJO!”), se hunde el barco, vamos nena que se hunde, último llamado para este tren, vuelta a terapia, vacaciones, preocupación familiar por mi look somalí y mala onda, shrink y una larga lista de sucesos o insucesos que se desencadenaron.
“Los deberías de tirar”, le dije. Insistí en el tema haciendo referencia a que ocupaban un lugar innecesario en su gaveta, como los cuadernos o apuntes de facultad que atesoramos en cajas por largos años y jamás los tocamos. Sobre todo teniendo en cuenta que ella tiene dos críos, uno de dos años y otra pequeña de apenas unos meses, y tiendo a pensar que necesita espacio para los chiches de los nenes.
Además, agregué “seguro que tienen mala vibra esos cuadernos”. En realidad, no estaba pensando ni ella ni en sus críos ni la mar en coche, me importaba tres carajos, sólo quería que me diera lo que era mío. A fin de año podría entregarlos como en la escuela que después de la ceremonia de fin de curso, nos juntábamos en el salón de clase y las maestras nos daban todos los cuadernos envueltos en papel celofán de color (amarillo, rojo, azul o verde), como si fueran un gran caramelo.
“Después de un tiempo los tiro, pero no sé, me da lástima tirarlos”, me decía mientras arrancaba unas hojas de otro paciente. A esta altura era evidente que no los iba a largar, al menos espontáneamente y a mí tampoco me daba para pedírselos. Así que se me ocurrió que revisar su volqueta por la noche. Esperar agazapada detrás de una árbol o murito, el momento para lanzarme a la presa (los cuadernos). Aunque tampoco puedo clavarme de acá al resto de mi días esperando la carroza. Además, seguro que me de a la captura y ahí no zafo de las tres o cuatro consultas semanales. Y qué pasa si los usa como insumo para prender la estufa. Mejor le pregunto, “¿Y qué hacés con ellos?”.
Me respondió “Repaso, me sirven para ver cosas”. Me quedó resonando la palabra “ver”, como haciendo eco en mi cabeza. Tenía unas ganas de decirle “¿ver qué mi negra? Acaso no está todo a la vista.”. Bueno, se me está yendo la moto, cool down Maca, cool down. Intento no hacer ninguna mueca, Maca smile, smile please, y afirmo “creo que los deberías dejar ir”.
Y ella como todos los martes y viernes, me dijo con cara de poker “Bueno, te ascolto...”.