martes, 17 de noviembre de 2009

Talento

Últimamente me está resultando cuesta arriba esto de pertenecer a la media, a un grupo de personas que no se destacan por nada. Esto no quiere decir que me vaya mal pero, vamos, pertenezco a la franja promedio. Si mi madre me escuchara decir esto, seguramente pondría el grito en el cielo y me diría “Macarena, ¿cómo podés decir eso? Tenés un buen trabajo...” bla bla bla. No sé, es lo que siento. Pego botones, nada más que eso. Añoro, en realidad no añoro porque nunca lo tuve más allá de en mi imaginación, tener un talento innato. Me hubiera gustado nacer con una sensibilidad particular como para ser una artista consagrada o tener un ojo crítico para ser una curadora de arte o una imaginación privilegiada para escribir best sellers o una mirada particular del mundo para sacar las mejores fotografías o la creatividad suficiente para vender espejitos de colores.... No sé me hubiese gustado tener algún talento o don innato como para poder brillar. Pero lamentablemente, nací y moriré mediocre. Así como hay personas que nacen con una estrella, hay gente que nace estrellada y este parece ser mi destino.

Todo lo contrario, a Narda Lepes que expide onda, rock y talento por todos sus poros. Narda es tan cool que prefiere definirse como cocinera más que como chef. Su don comenzó a cultivarse desde que era pequeña, ella en vez de comer croquetas de papa como todos los niños comía croquetas rellenas de pleotorotus. Obvio que a esta altura de mi vida, no voy a hacerle un planteo a mi madre por las croquetas de papa ni por el clásico pastel de carne de los miércoles que nos daba a mis hermanos y a mí cuando éramos pequeños, pero evidentemente los estímulos eran otros. Ojo, tampoco es que pienso que ahí se jugó el partido.
A los 18 años como Narda no tenía ni idea qué carrera seguir, se metió a hacer un curso con el reconocido chef Francis Mallman, después viajó a París a hacer stages en distintos restaurantes a lo largo de un año, y cuando volvió como no la sedujo la cocina francesa comenzó a experimentar con la cocina japonesa. Al igual que ella, me tomé un año sabático y apoyada por mis padres me fui de intercambio a un pueblito en Estados Unidos. Arriba, primera coincidencia, pero mientras ella aprendía de su maestro y metía cuchara en los mejores restaurantes de Francia, yo hacía manito con un yankee y peleaba con mi familia postiza para que me dejaran llegar a la una de la mañana, en vez de a las doce de la noche como indicaba la carefew (toque de queda). Qué pendeja. Los resultados: Dos años más tarde, Narda abrió junto a unos amigos Club Zen, su propio emprendimiento gastronómico. Luego vendría Ono San, también con una propuesta de fusión oriental, y su desempeño como chef en la cocina del restaurante La Corte. Hace más de 10 años que trabaja para la señal gastronómica elgourmet.com, su propio libro “Comer y Pasarla Bien” lleva más 40.000 ejemplares vendidos y algún que otro premio, tiene su propia empresa (que lleva el mismo nombre que su libro) que ofrece servicios variados: planeamientos, foodstyling para etiquetas, libros y revistas, y servicios de catering a la mayoría de los artistas internacionales con onda que llegan a la Argentina. Robbie Williams, R.E.M., Red Hot Chili Peppers, Neil Young, Beck, Oasis y Madonna fueron algunas de las estrellas que probaron las delicias que Narda y sus empleados les prepararon. Cuando le preguntaron acerca de la estrella del pop, considerada una especie de gurú de comida macrobiótica, ella simplemente dijo “no, no come nada”. Evidentemente Narda nació con estrella, ya sea para vender espejitos de colores a todos los espectadores que nunca probamos uno de sus platos pero todos queremos un poco de su vida.

Otra persona que me recuerda lo mediocre y básica que soy, es la alquimista de hebras Inés Bertón. Un desarrolladísimo olfato para detectar sabores milenarios es su don. Inés es una de las “once narices” mundiales del té (yo ni siquiera sabía que las narices se clasificaban hasta que descubrí que había sido galardonada por el Consejo del Té de Inglaterra), Perfumista especializada en té, Tea Blender, Catadora de té, Sommelier del té, Tea broker, Diseñadora de té, Experta en té, Filósofa del té , Gurú del té de los más glamorosos hoteles del mundo o como ella suelta de cuerpo prefiere decir “Soy buscadora de té”. Y agrega “La gente de la tierra me enseñó el respeto y el amor por lo que hago”. Una respuesta soberbia a mi entender. Moriría por poder decir eso, me hago pis sólo de pensarlo.
Estudió en Nueva York con una gran maestra japonesa llamada Fumiko, que fue su mentora y que supo dar forma a ese don innato. Descubrió su vocación trabajando en el Museo Guggenheim del Soho de Nueva York donde diariamente armaba sus propias combinaciones de té. Combinaciones que sorprendieron a los expertos americanos, quienes le propusieron trabajar para ellos y se hicieron cargo de su capacitación. A diferencia de Inés, nunca tuve un mecenas ni un maestro ni nadie que me festejara mis trabajos más allá de mis padres que tampoco fueron grandes entusiastas. Creo que lo que primo en la familia fue el sentido común, lo cual rescato y agradezco. Peor hubiese sido que me llenaran la cabeza diciendo que era talentosa, cuando sabemos que simplemente soy “average”. Imagínese, creída y sin talento. Una combinación letal pero que se ve con bastante frecuencia en la calle y en la tele.
Volviendo a Inés, gracias a su olfato absoluto recorre el mundo buscando las mejores cosechas de té, como el Chais de la India, Ceilán de Sri Lanka o el semi fermentado Oolong de Taiwán, y seleccionando vainillas de Madagascar, cacaos de Venezuela, cítricos del Mediterráneo, frutos rojos de la Patagonia, especias en Birmania, verbenas del sur de Francia, canela Marroquí, rosas amarillas iraníes... en fin, todo para poder diseñar los más exclusivos blends. Tiene mas de 300 variedades de tés registrados a su nombre, exporta sus diseños para afuera y, por otro lado, diseña tés exclusivos para hoteles y restaurantes en Argentina, Nueva York, París, Londres, Madrid, Barcelona, tiendas especializadas, como Harrods, supermercados, líneas aéreas, oficinas, casas de moda y otras, como la casa Real de Inglaterra. Inventó Tealosophy, su propia casa y filosofía del té, sus tiendas son como el Channel del té, diseña vajillas, acaba de lanzar una linea de chocolates, ha inventado mezclas para celebridades como John John Kennedy, Lou Reed, Los Reyes de España, José Saramago, Carolina Herrera, Luc Besson y hasta el Dalai Lama. Pero no sólo del olfato vive esta porteña, también del arte de escribir y la música. Un día el presidente de Warner Music paso por su tienda de Alvear y de la nada le propuso hacer un disco,. Ella fue sincera y le confesó que no podía ni tocar un pito (silbato), pero a los meses estaba lanzando lanzó “Tealosophy, music for a tea generation” que batió récords en venta en España.
Y esto sin hablar de su vida personal, su marido chef, amigos diseñadores, colección de hueveras, antojos y andemais, que ya le dedicaré unas líneas aparte.

Evidentemente, Inés tiene un don que la despega del resto de los mortales. Ella tiene tanta magia y glamour, que hasta me empieza a dar un poquito de lástima por Narda. Siento que a su lado queda chiquita. Por transitiva, yo no existo. Si antes me sentía mediocre ahora ni pertenezco a esa clase.

Hollywood I

Me indigna esa costumbre de algunos uruguayos de ir caminando por la calle haciendo alarde de su muestra de orina. Lo que me resulta aún más indignante es que ni siquiera usan los frasquitos esterilizados que venden en la farmacia por tan sólo $5, y que incluyen la etiqueta para identificarlos con el nombre del usuario. Entiendo que hay quienes no tienen plata ni para la leche pero al menos podrían colocar la muestra dentro de una bolsa. Además, supongo que también los entregan gratis en el Hospital de Clínicas.

La cuestión es que ayer salí apurada del trabajo porque llegaba tarde al club. Llevaba la cartera, una botella de agua en la mano, la mochila con la compu en los hombros y por encima la raqueta cruzada en la espalda (parecía una mula de carga), cuando sin querer tropecé con una señora mayor de baja estatura y algo fornida. Rápidamente me agaché y le pedí disculpas por mi atropello, mientras levantaba sus pertenencias y las mías que habían quedado esparcidas en la vereda. El único objeto que llevaba la señora era un bidón de jugo Dayrico que contenía un liquido viscoso. Lejos estaba de ser jugo natural de naranja, a lo sumo un Clight sabor manzana ya vencido. Caí en la cuenta de lo que realmente contenía ese misterioso bidón, cuando me percaté de que el envase no tenía etiqueta y que tenía escrito con drypen permanente negro, el nombre de la señora y su cédula de identidad. Es decir, estaba sujetando una muestra ajena de orina turbia, probablemente de la mañana (el color delataba a gritos la falta de agua en su organismo). Instantáneamente largue el bidón, lejos bien lejos, y salí corriendo, alegando que perdía el ómnibus. La mujer empezó a refunfuñar pero ya era tarde para escuchar sus reclamos. Además, seguramente ella tampoco quería escuchar mis descargos contra ella, por ir caminando por la vía pública con su orina en las manos. Atesorándola y exhibiéndola como si fuera un diamante.
Seguramente la historia hubiese sido radicalmente diferente, si esta misma situación me hubiese ocurrido en el Barrio Latino o en Montmartre en París, en vez de en Tres Cruces -Montevideo, Uruguay-. Para empezar el co-protagonista de este choque, sería un apuesto joven de unos treinta y pocos años de edad. Él tomaría la iniciativa de levantar las cosas del suelo, al agacharnos nuestras cabezas torpemente se toparían y sonreiríamos, intercambiaríamos miradas, teléfonos y terminaríamos felices comiendo perdices.
Evidentemente gran parte de mi frustración es por culpa de la industria cinematográfica hollywoodense, que desde que somos pequeños nos ha llenado la cabeza con típicas escenas donde dos personas completamente desconocidas, lindas y exitosas, se topan y se enamoran. Entonces, uno crece imaginando que cuando llegue a “grande” algo de lo que pasa en esos 90 minutos de peli le va a suceder. Por ejemplo, quién alguna vez no se imagino en la puerta de una casita blanca con techo de tejas francesas, rodeada por una white fence de madera (nada de rejas ni alarmas) que enmarca un jardín verde lleno de azucenas, por donde corretea un labrador dorado que luce una rabiosa y brillosa cabellera lacia (como la que muestran los comerciales de Pantente), esperando a su marido llegar del trabajo con un pie de rasberries recién horneado en la mano. Por desgracia después llega la vida misma y se encarga de darnos algún que otro revolcón. Llegan los desamores, proyectos que se caen, frustraciones por trabajar en una fábrica de zapatos y no una empresa internacional, preocupaciones por no llegar a fin de mes, propuestas laborales que no se cierran, viajes que no salen, seres queridas que se van, matrimonio (s) que no funciona, sueños que se desvanecen y una larga lista de desilusiones. Experiencias que se viven como baldazos de agua fría, como cuando estás chapuceando tranquilamente en la playa y aparece por detrás una inmensa y silenciosa ola, que inesperadamente te knockea y te deja casi sin respiro y en bolas frente a un millón de personas. Espectadores que miran atentamente, piensan y murmuran cómo vas a zafar de ésta, mientras vos tratas de acomodarte lo más rápido y dignamente posible. Vivencias que se sienten más como una depre que un bajón, a se asemejan más a un dramón que a una peli romántica. Creo que nuestros padres también son en parte responsables por no habernos advertido. Podrían habernos dicho “chicos, ojo que lo que pasa en el cine, no pasa en la vida” o al menos un “miren que no es tan así”.
Hoy más que nunca, después de levantar la muestra de orina de una desconocida y haber iniciado mis trámites de divorcio, creo firmemente que hay que demandar a Hollywood.

SMS

Ayer cuando volvía de lo de Ale, aproveché el viaje para intercambiar mensajes con Guille que no había ido a trabajar porque se sentía mal de la panza. Creo que más que la panza, estaba un poco triste. Entonces, empecé a imaginar un té para él, gracias a las enseñanzas de Inés.
Le proponía un té negro preparado con hebras traídas de una cosecha limitadísima de la India, una selección de rosas amarillas iraníes, unas ramitas de canela compradas en un mercado en Marruecos y unas cascarillas de naranjas traídas de mi último viaje a Valencia. Pensaba servírselo en un cuenco en vez de una taza, así podía tomarlo con las dos manos y sentirse un poco más reconfortado. Para completar, buena música, nada mejor que Keane con “Under Preassure” para que lo transportara a donde él quisiera. Seguramente a la quinta avenida de Nueva York.
Estaba en la puerta de la fábrica donde pego botones cuando me entró un mensaje en el celular que decía: “Nico ya firmó el divorcio. Tenemos que coordinar para ir nosotros. Llamame. Beso”. Me quedé estupefacta. Y no pude terminar de servirle su blend ni dedicarle la canción. Lo único que pude hacer fue contarle lo que había sucedido. En seguida, me mandó una taza de chocolate caliente para el alma y un link para ver el video de Keane “Under Preassure”. Si no fuese porque el día anterior me había propuesto ordenarme un poco con las comidas, me hubiese tomado un bidón de 5 litros o comido un volcán de chocolate para tapar la angustia que me generaba la situación. Lo sola que me sentía.
Una parte mía, sólo quería correr sin parar, subir los dieciséis pisos y llorar, llorar y llorar. Quería descargarme en paz. Sin miradas ni cuestionamientos. Sin preocuparme por la presentación que me parecía una bosta ni por mantener las apariencias como sin nada hubiese sucedido. Me senté frente al monitor sin decir una palabra, mientras escuchaba unas voces de fondo muy entusiasmadas hablar acerca del proyecto que teníamos que entregar en un día y medio. Voces que me irritaban y me daban ganas de decir “váyanse al demonio” o “pónganse a laburar en vez de boludear”. Pero terminé sentada en el baño, rodeada de azulejos verde agua con la ventana abierta y el sol que me golpeaba. Entre un suspiro y una pausa dejaba correr unas lágrimas. Sequé mis ojos ojos, tome aire, coloqué mi armadura que esta vez era de papel, recé para que el viento no soplara y volví a mi puesto de trabajo. En realidad, recé para que mi jefe no se percatara que estaba con la cabeza en el mensaje que había recibido, en vez de estar pensando en las acciones que habíamos quedado. Me embola un tirón de orejas, escuchar un: “Maca, ¿podés venir? Te noto un poco distraída”. Y ahí, sentada en su escritorio, tener que pedirle perdón por ser de carne y hueso. Llegaron las siete de la tarde, sonaron las campanas y logré escabullirme por la puerta.
Lo que Guille no sabe es que desde entonces no se lo he podido decir ha nadie. Que hasta ahora solo lo sabemos mi abogado, él y yo. Y a partir de mañana Ale. Que probablemente mañana estampe la firma. Que no veo la hora de ver una película media dramática en un día de lluvia para poder llorar desconsoladamente. Que me muero de ganas de tomar esa taza de chocolate caliente.

Dieciséis pisos

Dieciséis pisos es la distancia que tengo para pensar los temas que quiero hablar en mis 50 minutos de terapia, o, cuando el ascensor baja, para re-acomodarme para volver a la realidad. En dieciséis pisos mi alma tiene que volver al cuerpo. Tengo que secar mis lágrimas, llenar los pulmones de aire, desenterrar mi mentón del pecho, erguir los hombros, ponerme los lentes y, una vez que las puertas se abren, saludar al portero como si nada hubiese sucedido. Él lo ha visto todo a través del monitor.

Ayer cuando estaba por subir al ascensor, escuché una voz de una señora mayor que me grita: “muchachita, muchachita...” y me hace señas para que la espere. Le pregunto “¿a qué piso va?”. Y me responde al “Dieciséis”. Teníamos un largo viaje por delante. Personalmente no me molestan los silencios, podríamos haber llegado al piso dieciséis sin más que un “buenas tardes” y un “hasta luego”, pero la señora quiso hablar y yo no me negué. Era un día de primavera y yo estaba de buen humor, muy simpática y agradable. Comenzó a charlar acerca de lo lindo que estaba el tiempo, clásica conversación de ascensor o parada de ómnibus. Realmente era un mediodía primaveral. Yo le manifesté mi deseo para que el clima se mantuviera así el fin de semana, pensando en jugar al tenis. Ella me comentó que su estación favorita, era el otoño. Yo la apoyé, y le dije que el otoño también era muy lindo. Volvimos al presente, al día soleado, y así muy sonriente la doña me tiró: “lindo para el matrimonio”. Yo acentué con la cabeza, mientras pensaba rápidamente la asociación entre césped, sol y matrimonio, y le dije: “lo dice para coger al aire libre”. Llegamos al piso dieciséis, nos bajamos sin saludarnos.

Ahí, parada en la puerta estaba esperándome Ale, lista para escucharme hablar del matrimonio que no funcionó, los papeles de divorcio, los proyectos truncos, mi sensación de soledad, mi incapacidad actual de proyectarme, mi tristeza por la/s Maca que ya no están....

Y de vuelta estoy frente al ascensor. Dieciséis pisos tengo para re-acomodarme, colocar mis armaduras, y volver a trabajar.