domingo, 26 de septiembre de 2010

Corazón

Una vez mi corazón intento salir de mi pecho, lo tuve que agarrar con las dos manos y meter por la fuerza dentro de mi cuerpo. Se quería escapar. Lo intento por unas semanas, tal vez un par de meses. Hasta que un día le dije “que sea la última vez que me hacés esta escenita”.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Vuelta a las canchas

Hace poco me estaba preguntando cómo se vuelve al mercado. Claro, después de estar tanto tiempo fuera del circuito (en mi caso, 7 -8 años de relación estable me alejaron por completo), cómo hace uno para regresar e insertarse nuevamente. Ojo, todavía no me lo planteo, pero me empieza a dar curiosidad y comienzo a coquetear con la idea en mi imaginación.
Por momentos, siento que debería enchularme desde la punta del dedo gordo del pie hasta las raíces del pelo de la cabeza, como para hacer una entrada triunfal. Es decir, tendría que hacerme 17 lipos como para sacar el excedente de grasa y ver qué hay debajo, masajes, masajes y más masajes para que mi cuerpo tome alguna forma, tratamientos anticelulíticos y todos lo que haya en la vuelta, tetas nuevas, extensiones de pelo, nuevo outfit o mejor dicho nuevo closet, mucho makeup, manos y pies, y dejar ir por completo algunos pensamientos que quedaron a la deriva en mi interior. En definitiva, tendría que hacerme a cero como para poder competir o hacer un mínimo ruido. Qué divague estoy diciendo, como para poder retornar sin que me escupan. Sobre todo pensando que corro con desventaja porque hoy en día las niñas vienen con toda la fuerza. Son jóvenes, flacas, altas (no sé con qué las alimentan, el danonino que les dan de chiquitas vienen con anabólicos o algo, no me jodan), abiertas, lanzadas, con onda, bailan y perrean como los dioses, no tienen tantos mambos o al menos no cuentan con un matrimonio fallido en su currículum vitae, tienen toda la energía del mundo, salen de noche con musculosa y no tienen frío, e incluso hasta algunas son vírgenes (okay, estas últimas se pueden contar con los dedos de una mano pero existen). Haciendo un burdo paralelismo, ellas serían como un auto nuevo full equip con un motor del carajo y yo un auto viejo que le hicieron chapa, pintura y le sacaron unos cuantos pero cuantos kilómetros como para poder venderlo. Resumiendo, está COM PLI CA DA la mano. Además, debería pedir un préstamo de acá a cuando me muera para poder cubrir los gastos de cirugías, tratamientos estéticos y todas esas cosas que estoy necesitando. Porque caer en manos de un mal cirujano plástico sería como cavar mi propia tumba. Me muero que si después de endeudarme hasta la médula, salgo del quirófano hecha un mamarracho. Por ejemplo, con una teta más abajo que la otra. Un horror! Mejor me olvido del tema o busco un plan B, mientras ahorro unos mangos.
Ahora que pienso, ayer cuando volvía de terapia descubrí un hostel que queda cerca de casa. Una casona antigua con una linda fachada, bien ubicada, soleada y arreglada, al menos eso parecía por fuera. Y se me ocurrió que podría ser un buen lugar como para conocer a alguien. Es decir, un “chico” (joven adulto o adulto joven). Alguien como para ir entrando en calor, ir haciendo boca, mientras pienso la posibilidad de una vuelta al mercado y la mejor forma de financiamiento. Podría pedirle a mi madre que me ayudara con los gastos, pero estoy segura que este viaje no me lo sigue. Va a empezar con que lo importante es lo de adentro, la belleza interior, que soy “preciosa” (obvio, lo dice porque es mi madre) y zazaraza. Conclusión no le voy a pedir un peso ni tampoco comentarle nada de este tema. Pero creo que vincularme con alguien del hostel puede ser un buen primer paso. Sería algo “freelance”, sin compromiso ni reclamos, algo así como un toque y me voy. No sólo porque nadie está con ánimos de casarse (todavía me tiene que salir el divorcio), sino porque la otra persona tiene que volver a su lugar de origen en algún momento. Recordemos que en un hostel residen extranjeros no orientales. Otro punto a favor de este plan, es que el ciudadano extranjero es como un desconocido en tierra de nadie. Nadie lo conoce por lo cual puede hacer lo que quiere y lo más interesante es que él tampoco conoce nuestro historial. Es decir, no sabe de qué pata rengueamos. Y en caso de cruzarme con alguien conocido, no me va hostigar con preguntas del estilo “qué apellido tiene”, “qué hace”, “quiénes son sus padres”, “es algo de fulanito” ni nada por el estilo, porque se va a notar a la legua que no es de acá y en el peor de los casos dirá con un mal español “no entiendo”. Además, tiendo a pensar que todo se circunscribiría a lugares muy under. Cada vez me divierte más la idea, porque el vínculo se remitiría a un intercambio de favores/intereses por llamarlo de alguna forma. Una mera transacción. Yo como locataria le podría ofrecer el clásico sightseeing de la ciudad e invitarlo a esos lugares que no aparecen en la querida guía Michellin y que sólo conocen los locatarios, convidarlo con un plato de comida casera calentita que siempre se siente como un bálsamo para el alma cuando uno está de viaje y podría ofrecerle alguna cosita más, dependiendo de si rinde o no rinde el muchacho. Ah! Ni que hablar de sexo, no puedo prometer sexo ardiente y latino porque estoy totalmente out of training, pero por lo menos va a ser sexo seguro. Con un hijo no lo voy a clavar ni tampoco con ninguna enfermedad, tengo el carné de salud vigente como las chicas de Naná. Por mi parte, yo voy a poder desempolvar y ensayar mis olvidados movimientos y armas de seducción. Como ser caídas de ojos, sonrisas, juegos de miradas, escotes pronunciados y reencontrarme con los queridos movimientos pélvicos. Tengo que recordar sacarme esta vez las medias , aunque hagan 10º bajo cero y este con hipotermia me tengo que quitar los sockets, porque ese descuido ya me costo un matrimonio.
A su vez, esta estrategia es buena a mediano y a largo plazo. Porque el intercambio sería recíproco y en algún momento habría una devolución de favores. Por ejemplo, si conozco a un francés, espero que cuando vaya al viejo mundo me invite con al menos un crepe o baguette. Prometo, no mencionar nada de lo sucedido en Uruguay a su esposa o fiancé. Lo que pasa acá queda acá. Ni siquiera voy a pedirle sexo, me conformo con que me muestre un pantallazo de su ciudad y recomiende algún par de sitios para visitar. Que comparta algunos de esos piquecitos que sólo conocen los locales. En definitiva, simplemente espero un poco de hospitalidad o reciprocidad comercial.
Así que en cualquier momento me siento a desayunar en las mesitas de afuera del hostel. Me pongo un escote, me cruzo de piernas, abro mi laptop y espero pescar algo.

Cuaderno

“Disculpame Maca, pero se me terminó el cuaderno y no me dio el tiempo de comprar otro”. Me dijo Ale, mi terapeuta, mientras buscaba un recoveco donde poder escribir.
“¿Y cuántos cuadernos llevo?”, le pregunté.
Se río y agregó con tonito, irónico “¿Querés saber cuántas hojas tiene también?”. Antes que le contestara, ya conocía la respuesta, se fijo en la contratapa y me dijo, “Tiene 500”. Me parecía relevante el dato porque siempre creí que el mío se destacaba entre toda la pila de cuadernos que tenía a su lado. Como que el resto de los pacientes tenían cuadernos de 200 hojas y el mío era de 500. Lo cual no me hacía “especial” ni “diferente” ni colocaba en un lugar preferencial, pero denotaba que había estado un poco trastornada o ella estaba llena de nuevos paciente. Me inclino más por la primera opción, porque en ningún momento hizo una campaña para captar nuevos clientes, ya sea comunicando inscripciones abiertas o algo más one to one con sus actuales “consumidores”. Por ejemplo, podría habernos dando un flyer a dos tintas en un papel kraft con el siguiente texto: “trae a un amigo que veas que está en el horno y tenés una consulta gratis!”. Y entre todos los pacientes que participáramos de la promo, se podría sortear un mes gratis. Uy, un mes sin el fuckin´ gasto fijo de terapia. ¡Qué placer! Ahora que lo pienso es una buena acción de marketing para proponerle, tal vez en algún momento se la mencione. Aunque no quiero que me mal interprete y me termine aumentando la frecuencia de consultas o me derive al “shrink”, como cuando le comenté mi idea de los famosos tips de la felicidad que nunca entendió y sigo pensando que es buenísima.
Así que me limite a preguntarle, “¿Y qué hacés con los cuadernos? ¿Los guardás?”. Quería que me lo diera, era mi diario de viaje y me parecía justo que yo me lo quedara.
“Los tengo en casa en un placard.”, me respondió. “Hasta tengo el tuyo de la primera vez, lo vi el otro día. Ese sí que tenía una tapa bien pero bien fea”. Se reía al tiempo que describía la carátula, mientras yo sólo pensaba en lo poco que quedaba de aquella Maca. Sentía que había pasado una vida desde la primera vez me senté en su incómodo sillón. Por mi cabeza pasaba un compilado de imágenes de todas las situaciones que había atravesado desde entonces, como si fuera un clip con escenas de vida, una sucesión de slices of life pero no cualquier life sino my life... Proyectos, sueños, casamiento, adaptación a nueva vida, un poco de extrañitis, cambio de rumbo y estrategia de trabajo de Nico, apoyo incondicional, miedos, desconformidad con mi trabajo, necesidad de cambio, mudanza, nuevo trabajo, desconformidad con mi cuerpo y la vida, flacura extrema, alerta roja interna (tenía un cartel de warning que avisaba a gritos “MACA, LO ESTÁS PERDIENDO! SE VA TODO AL CARAJO!”), se hunde el barco, vamos nena que se hunde, último llamado para este tren, vuelta a terapia, vacaciones, preocupación familiar por mi look somalí y mala onda, shrink y una larga lista de sucesos o insucesos que se desencadenaron.
“Los deberías de tirar”, le dije. Insistí en el tema haciendo referencia a que ocupaban un lugar innecesario en su gaveta, como los cuadernos o apuntes de facultad que atesoramos en cajas por largos años y jamás los tocamos. Sobre todo teniendo en cuenta que ella tiene dos críos, uno de dos años y otra pequeña de apenas unos meses, y tiendo a pensar que necesita espacio para los chiches de los nenes.
Además, agregué “seguro que tienen mala vibra esos cuadernos”. En realidad, no estaba pensando ni ella ni en sus críos ni la mar en coche, me importaba tres carajos, sólo quería que me diera lo que era mío. A fin de año podría entregarlos como en la escuela que después de la ceremonia de fin de curso, nos juntábamos en el salón de clase y las maestras nos daban todos los cuadernos envueltos en papel celofán de color (amarillo, rojo, azul o verde), como si fueran un gran caramelo.
“Después de un tiempo los tiro, pero no sé, me da lástima tirarlos”, me decía mientras arrancaba unas hojas de otro paciente. A esta altura era evidente que no los iba a largar, al menos espontáneamente y a mí tampoco me daba para pedírselos. Así que se me ocurrió que revisar su volqueta por la noche. Esperar agazapada detrás de una árbol o murito, el momento para lanzarme a la presa (los cuadernos). Aunque tampoco puedo clavarme de acá al resto de mi días esperando la carroza. Además, seguro que me de a la captura y ahí no zafo de las tres o cuatro consultas semanales. Y qué pasa si los usa como insumo para prender la estufa. Mejor le pregunto, “¿Y qué hacés con ellos?”.
Me respondió “Repaso, me sirven para ver cosas”. Me quedó resonando la palabra “ver”, como haciendo eco en mi cabeza. Tenía unas ganas de decirle “¿ver qué mi negra? Acaso no está todo a la vista.”. Bueno, se me está yendo la moto, cool down Maca, cool down. Intento no hacer ninguna mueca, Maca smile, smile please, y afirmo “creo que los deberías dejar ir”.
Y ella como todos los martes y viernes, me dijo con cara de poker “Bueno, te ascolto...”.

martes, 17 de noviembre de 2009

Talento

Últimamente me está resultando cuesta arriba esto de pertenecer a la media, a un grupo de personas que no se destacan por nada. Esto no quiere decir que me vaya mal pero, vamos, pertenezco a la franja promedio. Si mi madre me escuchara decir esto, seguramente pondría el grito en el cielo y me diría “Macarena, ¿cómo podés decir eso? Tenés un buen trabajo...” bla bla bla. No sé, es lo que siento. Pego botones, nada más que eso. Añoro, en realidad no añoro porque nunca lo tuve más allá de en mi imaginación, tener un talento innato. Me hubiera gustado nacer con una sensibilidad particular como para ser una artista consagrada o tener un ojo crítico para ser una curadora de arte o una imaginación privilegiada para escribir best sellers o una mirada particular del mundo para sacar las mejores fotografías o la creatividad suficiente para vender espejitos de colores.... No sé me hubiese gustado tener algún talento o don innato como para poder brillar. Pero lamentablemente, nací y moriré mediocre. Así como hay personas que nacen con una estrella, hay gente que nace estrellada y este parece ser mi destino.

Todo lo contrario, a Narda Lepes que expide onda, rock y talento por todos sus poros. Narda es tan cool que prefiere definirse como cocinera más que como chef. Su don comenzó a cultivarse desde que era pequeña, ella en vez de comer croquetas de papa como todos los niños comía croquetas rellenas de pleotorotus. Obvio que a esta altura de mi vida, no voy a hacerle un planteo a mi madre por las croquetas de papa ni por el clásico pastel de carne de los miércoles que nos daba a mis hermanos y a mí cuando éramos pequeños, pero evidentemente los estímulos eran otros. Ojo, tampoco es que pienso que ahí se jugó el partido.
A los 18 años como Narda no tenía ni idea qué carrera seguir, se metió a hacer un curso con el reconocido chef Francis Mallman, después viajó a París a hacer stages en distintos restaurantes a lo largo de un año, y cuando volvió como no la sedujo la cocina francesa comenzó a experimentar con la cocina japonesa. Al igual que ella, me tomé un año sabático y apoyada por mis padres me fui de intercambio a un pueblito en Estados Unidos. Arriba, primera coincidencia, pero mientras ella aprendía de su maestro y metía cuchara en los mejores restaurantes de Francia, yo hacía manito con un yankee y peleaba con mi familia postiza para que me dejaran llegar a la una de la mañana, en vez de a las doce de la noche como indicaba la carefew (toque de queda). Qué pendeja. Los resultados: Dos años más tarde, Narda abrió junto a unos amigos Club Zen, su propio emprendimiento gastronómico. Luego vendría Ono San, también con una propuesta de fusión oriental, y su desempeño como chef en la cocina del restaurante La Corte. Hace más de 10 años que trabaja para la señal gastronómica elgourmet.com, su propio libro “Comer y Pasarla Bien” lleva más 40.000 ejemplares vendidos y algún que otro premio, tiene su propia empresa (que lleva el mismo nombre que su libro) que ofrece servicios variados: planeamientos, foodstyling para etiquetas, libros y revistas, y servicios de catering a la mayoría de los artistas internacionales con onda que llegan a la Argentina. Robbie Williams, R.E.M., Red Hot Chili Peppers, Neil Young, Beck, Oasis y Madonna fueron algunas de las estrellas que probaron las delicias que Narda y sus empleados les prepararon. Cuando le preguntaron acerca de la estrella del pop, considerada una especie de gurú de comida macrobiótica, ella simplemente dijo “no, no come nada”. Evidentemente Narda nació con estrella, ya sea para vender espejitos de colores a todos los espectadores que nunca probamos uno de sus platos pero todos queremos un poco de su vida.

Otra persona que me recuerda lo mediocre y básica que soy, es la alquimista de hebras Inés Bertón. Un desarrolladísimo olfato para detectar sabores milenarios es su don. Inés es una de las “once narices” mundiales del té (yo ni siquiera sabía que las narices se clasificaban hasta que descubrí que había sido galardonada por el Consejo del Té de Inglaterra), Perfumista especializada en té, Tea Blender, Catadora de té, Sommelier del té, Tea broker, Diseñadora de té, Experta en té, Filósofa del té , Gurú del té de los más glamorosos hoteles del mundo o como ella suelta de cuerpo prefiere decir “Soy buscadora de té”. Y agrega “La gente de la tierra me enseñó el respeto y el amor por lo que hago”. Una respuesta soberbia a mi entender. Moriría por poder decir eso, me hago pis sólo de pensarlo.
Estudió en Nueva York con una gran maestra japonesa llamada Fumiko, que fue su mentora y que supo dar forma a ese don innato. Descubrió su vocación trabajando en el Museo Guggenheim del Soho de Nueva York donde diariamente armaba sus propias combinaciones de té. Combinaciones que sorprendieron a los expertos americanos, quienes le propusieron trabajar para ellos y se hicieron cargo de su capacitación. A diferencia de Inés, nunca tuve un mecenas ni un maestro ni nadie que me festejara mis trabajos más allá de mis padres que tampoco fueron grandes entusiastas. Creo que lo que primo en la familia fue el sentido común, lo cual rescato y agradezco. Peor hubiese sido que me llenaran la cabeza diciendo que era talentosa, cuando sabemos que simplemente soy “average”. Imagínese, creída y sin talento. Una combinación letal pero que se ve con bastante frecuencia en la calle y en la tele.
Volviendo a Inés, gracias a su olfato absoluto recorre el mundo buscando las mejores cosechas de té, como el Chais de la India, Ceilán de Sri Lanka o el semi fermentado Oolong de Taiwán, y seleccionando vainillas de Madagascar, cacaos de Venezuela, cítricos del Mediterráneo, frutos rojos de la Patagonia, especias en Birmania, verbenas del sur de Francia, canela Marroquí, rosas amarillas iraníes... en fin, todo para poder diseñar los más exclusivos blends. Tiene mas de 300 variedades de tés registrados a su nombre, exporta sus diseños para afuera y, por otro lado, diseña tés exclusivos para hoteles y restaurantes en Argentina, Nueva York, París, Londres, Madrid, Barcelona, tiendas especializadas, como Harrods, supermercados, líneas aéreas, oficinas, casas de moda y otras, como la casa Real de Inglaterra. Inventó Tealosophy, su propia casa y filosofía del té, sus tiendas son como el Channel del té, diseña vajillas, acaba de lanzar una linea de chocolates, ha inventado mezclas para celebridades como John John Kennedy, Lou Reed, Los Reyes de España, José Saramago, Carolina Herrera, Luc Besson y hasta el Dalai Lama. Pero no sólo del olfato vive esta porteña, también del arte de escribir y la música. Un día el presidente de Warner Music paso por su tienda de Alvear y de la nada le propuso hacer un disco,. Ella fue sincera y le confesó que no podía ni tocar un pito (silbato), pero a los meses estaba lanzando lanzó “Tealosophy, music for a tea generation” que batió récords en venta en España.
Y esto sin hablar de su vida personal, su marido chef, amigos diseñadores, colección de hueveras, antojos y andemais, que ya le dedicaré unas líneas aparte.

Evidentemente, Inés tiene un don que la despega del resto de los mortales. Ella tiene tanta magia y glamour, que hasta me empieza a dar un poquito de lástima por Narda. Siento que a su lado queda chiquita. Por transitiva, yo no existo. Si antes me sentía mediocre ahora ni pertenezco a esa clase.

Hollywood I

Me indigna esa costumbre de algunos uruguayos de ir caminando por la calle haciendo alarde de su muestra de orina. Lo que me resulta aún más indignante es que ni siquiera usan los frasquitos esterilizados que venden en la farmacia por tan sólo $5, y que incluyen la etiqueta para identificarlos con el nombre del usuario. Entiendo que hay quienes no tienen plata ni para la leche pero al menos podrían colocar la muestra dentro de una bolsa. Además, supongo que también los entregan gratis en el Hospital de Clínicas.

La cuestión es que ayer salí apurada del trabajo porque llegaba tarde al club. Llevaba la cartera, una botella de agua en la mano, la mochila con la compu en los hombros y por encima la raqueta cruzada en la espalda (parecía una mula de carga), cuando sin querer tropecé con una señora mayor de baja estatura y algo fornida. Rápidamente me agaché y le pedí disculpas por mi atropello, mientras levantaba sus pertenencias y las mías que habían quedado esparcidas en la vereda. El único objeto que llevaba la señora era un bidón de jugo Dayrico que contenía un liquido viscoso. Lejos estaba de ser jugo natural de naranja, a lo sumo un Clight sabor manzana ya vencido. Caí en la cuenta de lo que realmente contenía ese misterioso bidón, cuando me percaté de que el envase no tenía etiqueta y que tenía escrito con drypen permanente negro, el nombre de la señora y su cédula de identidad. Es decir, estaba sujetando una muestra ajena de orina turbia, probablemente de la mañana (el color delataba a gritos la falta de agua en su organismo). Instantáneamente largue el bidón, lejos bien lejos, y salí corriendo, alegando que perdía el ómnibus. La mujer empezó a refunfuñar pero ya era tarde para escuchar sus reclamos. Además, seguramente ella tampoco quería escuchar mis descargos contra ella, por ir caminando por la vía pública con su orina en las manos. Atesorándola y exhibiéndola como si fuera un diamante.
Seguramente la historia hubiese sido radicalmente diferente, si esta misma situación me hubiese ocurrido en el Barrio Latino o en Montmartre en París, en vez de en Tres Cruces -Montevideo, Uruguay-. Para empezar el co-protagonista de este choque, sería un apuesto joven de unos treinta y pocos años de edad. Él tomaría la iniciativa de levantar las cosas del suelo, al agacharnos nuestras cabezas torpemente se toparían y sonreiríamos, intercambiaríamos miradas, teléfonos y terminaríamos felices comiendo perdices.
Evidentemente gran parte de mi frustración es por culpa de la industria cinematográfica hollywoodense, que desde que somos pequeños nos ha llenado la cabeza con típicas escenas donde dos personas completamente desconocidas, lindas y exitosas, se topan y se enamoran. Entonces, uno crece imaginando que cuando llegue a “grande” algo de lo que pasa en esos 90 minutos de peli le va a suceder. Por ejemplo, quién alguna vez no se imagino en la puerta de una casita blanca con techo de tejas francesas, rodeada por una white fence de madera (nada de rejas ni alarmas) que enmarca un jardín verde lleno de azucenas, por donde corretea un labrador dorado que luce una rabiosa y brillosa cabellera lacia (como la que muestran los comerciales de Pantente), esperando a su marido llegar del trabajo con un pie de rasberries recién horneado en la mano. Por desgracia después llega la vida misma y se encarga de darnos algún que otro revolcón. Llegan los desamores, proyectos que se caen, frustraciones por trabajar en una fábrica de zapatos y no una empresa internacional, preocupaciones por no llegar a fin de mes, propuestas laborales que no se cierran, viajes que no salen, seres queridas que se van, matrimonio (s) que no funciona, sueños que se desvanecen y una larga lista de desilusiones. Experiencias que se viven como baldazos de agua fría, como cuando estás chapuceando tranquilamente en la playa y aparece por detrás una inmensa y silenciosa ola, que inesperadamente te knockea y te deja casi sin respiro y en bolas frente a un millón de personas. Espectadores que miran atentamente, piensan y murmuran cómo vas a zafar de ésta, mientras vos tratas de acomodarte lo más rápido y dignamente posible. Vivencias que se sienten más como una depre que un bajón, a se asemejan más a un dramón que a una peli romántica. Creo que nuestros padres también son en parte responsables por no habernos advertido. Podrían habernos dicho “chicos, ojo que lo que pasa en el cine, no pasa en la vida” o al menos un “miren que no es tan así”.
Hoy más que nunca, después de levantar la muestra de orina de una desconocida y haber iniciado mis trámites de divorcio, creo firmemente que hay que demandar a Hollywood.

SMS

Ayer cuando volvía de lo de Ale, aproveché el viaje para intercambiar mensajes con Guille que no había ido a trabajar porque se sentía mal de la panza. Creo que más que la panza, estaba un poco triste. Entonces, empecé a imaginar un té para él, gracias a las enseñanzas de Inés.
Le proponía un té negro preparado con hebras traídas de una cosecha limitadísima de la India, una selección de rosas amarillas iraníes, unas ramitas de canela compradas en un mercado en Marruecos y unas cascarillas de naranjas traídas de mi último viaje a Valencia. Pensaba servírselo en un cuenco en vez de una taza, así podía tomarlo con las dos manos y sentirse un poco más reconfortado. Para completar, buena música, nada mejor que Keane con “Under Preassure” para que lo transportara a donde él quisiera. Seguramente a la quinta avenida de Nueva York.
Estaba en la puerta de la fábrica donde pego botones cuando me entró un mensaje en el celular que decía: “Nico ya firmó el divorcio. Tenemos que coordinar para ir nosotros. Llamame. Beso”. Me quedé estupefacta. Y no pude terminar de servirle su blend ni dedicarle la canción. Lo único que pude hacer fue contarle lo que había sucedido. En seguida, me mandó una taza de chocolate caliente para el alma y un link para ver el video de Keane “Under Preassure”. Si no fuese porque el día anterior me había propuesto ordenarme un poco con las comidas, me hubiese tomado un bidón de 5 litros o comido un volcán de chocolate para tapar la angustia que me generaba la situación. Lo sola que me sentía.
Una parte mía, sólo quería correr sin parar, subir los dieciséis pisos y llorar, llorar y llorar. Quería descargarme en paz. Sin miradas ni cuestionamientos. Sin preocuparme por la presentación que me parecía una bosta ni por mantener las apariencias como sin nada hubiese sucedido. Me senté frente al monitor sin decir una palabra, mientras escuchaba unas voces de fondo muy entusiasmadas hablar acerca del proyecto que teníamos que entregar en un día y medio. Voces que me irritaban y me daban ganas de decir “váyanse al demonio” o “pónganse a laburar en vez de boludear”. Pero terminé sentada en el baño, rodeada de azulejos verde agua con la ventana abierta y el sol que me golpeaba. Entre un suspiro y una pausa dejaba correr unas lágrimas. Sequé mis ojos ojos, tome aire, coloqué mi armadura que esta vez era de papel, recé para que el viento no soplara y volví a mi puesto de trabajo. En realidad, recé para que mi jefe no se percatara que estaba con la cabeza en el mensaje que había recibido, en vez de estar pensando en las acciones que habíamos quedado. Me embola un tirón de orejas, escuchar un: “Maca, ¿podés venir? Te noto un poco distraída”. Y ahí, sentada en su escritorio, tener que pedirle perdón por ser de carne y hueso. Llegaron las siete de la tarde, sonaron las campanas y logré escabullirme por la puerta.
Lo que Guille no sabe es que desde entonces no se lo he podido decir ha nadie. Que hasta ahora solo lo sabemos mi abogado, él y yo. Y a partir de mañana Ale. Que probablemente mañana estampe la firma. Que no veo la hora de ver una película media dramática en un día de lluvia para poder llorar desconsoladamente. Que me muero de ganas de tomar esa taza de chocolate caliente.

Dieciséis pisos

Dieciséis pisos es la distancia que tengo para pensar los temas que quiero hablar en mis 50 minutos de terapia, o, cuando el ascensor baja, para re-acomodarme para volver a la realidad. En dieciséis pisos mi alma tiene que volver al cuerpo. Tengo que secar mis lágrimas, llenar los pulmones de aire, desenterrar mi mentón del pecho, erguir los hombros, ponerme los lentes y, una vez que las puertas se abren, saludar al portero como si nada hubiese sucedido. Él lo ha visto todo a través del monitor.

Ayer cuando estaba por subir al ascensor, escuché una voz de una señora mayor que me grita: “muchachita, muchachita...” y me hace señas para que la espere. Le pregunto “¿a qué piso va?”. Y me responde al “Dieciséis”. Teníamos un largo viaje por delante. Personalmente no me molestan los silencios, podríamos haber llegado al piso dieciséis sin más que un “buenas tardes” y un “hasta luego”, pero la señora quiso hablar y yo no me negué. Era un día de primavera y yo estaba de buen humor, muy simpática y agradable. Comenzó a charlar acerca de lo lindo que estaba el tiempo, clásica conversación de ascensor o parada de ómnibus. Realmente era un mediodía primaveral. Yo le manifesté mi deseo para que el clima se mantuviera así el fin de semana, pensando en jugar al tenis. Ella me comentó que su estación favorita, era el otoño. Yo la apoyé, y le dije que el otoño también era muy lindo. Volvimos al presente, al día soleado, y así muy sonriente la doña me tiró: “lindo para el matrimonio”. Yo acentué con la cabeza, mientras pensaba rápidamente la asociación entre césped, sol y matrimonio, y le dije: “lo dice para coger al aire libre”. Llegamos al piso dieciséis, nos bajamos sin saludarnos.

Ahí, parada en la puerta estaba esperándome Ale, lista para escucharme hablar del matrimonio que no funcionó, los papeles de divorcio, los proyectos truncos, mi sensación de soledad, mi incapacidad actual de proyectarme, mi tristeza por la/s Maca que ya no están....

Y de vuelta estoy frente al ascensor. Dieciséis pisos tengo para re-acomodarme, colocar mis armaduras, y volver a trabajar.