martes, 17 de noviembre de 2009

Hollywood I

Me indigna esa costumbre de algunos uruguayos de ir caminando por la calle haciendo alarde de su muestra de orina. Lo que me resulta aún más indignante es que ni siquiera usan los frasquitos esterilizados que venden en la farmacia por tan sólo $5, y que incluyen la etiqueta para identificarlos con el nombre del usuario. Entiendo que hay quienes no tienen plata ni para la leche pero al menos podrían colocar la muestra dentro de una bolsa. Además, supongo que también los entregan gratis en el Hospital de Clínicas.

La cuestión es que ayer salí apurada del trabajo porque llegaba tarde al club. Llevaba la cartera, una botella de agua en la mano, la mochila con la compu en los hombros y por encima la raqueta cruzada en la espalda (parecía una mula de carga), cuando sin querer tropecé con una señora mayor de baja estatura y algo fornida. Rápidamente me agaché y le pedí disculpas por mi atropello, mientras levantaba sus pertenencias y las mías que habían quedado esparcidas en la vereda. El único objeto que llevaba la señora era un bidón de jugo Dayrico que contenía un liquido viscoso. Lejos estaba de ser jugo natural de naranja, a lo sumo un Clight sabor manzana ya vencido. Caí en la cuenta de lo que realmente contenía ese misterioso bidón, cuando me percaté de que el envase no tenía etiqueta y que tenía escrito con drypen permanente negro, el nombre de la señora y su cédula de identidad. Es decir, estaba sujetando una muestra ajena de orina turbia, probablemente de la mañana (el color delataba a gritos la falta de agua en su organismo). Instantáneamente largue el bidón, lejos bien lejos, y salí corriendo, alegando que perdía el ómnibus. La mujer empezó a refunfuñar pero ya era tarde para escuchar sus reclamos. Además, seguramente ella tampoco quería escuchar mis descargos contra ella, por ir caminando por la vía pública con su orina en las manos. Atesorándola y exhibiéndola como si fuera un diamante.
Seguramente la historia hubiese sido radicalmente diferente, si esta misma situación me hubiese ocurrido en el Barrio Latino o en Montmartre en París, en vez de en Tres Cruces -Montevideo, Uruguay-. Para empezar el co-protagonista de este choque, sería un apuesto joven de unos treinta y pocos años de edad. Él tomaría la iniciativa de levantar las cosas del suelo, al agacharnos nuestras cabezas torpemente se toparían y sonreiríamos, intercambiaríamos miradas, teléfonos y terminaríamos felices comiendo perdices.
Evidentemente gran parte de mi frustración es por culpa de la industria cinematográfica hollywoodense, que desde que somos pequeños nos ha llenado la cabeza con típicas escenas donde dos personas completamente desconocidas, lindas y exitosas, se topan y se enamoran. Entonces, uno crece imaginando que cuando llegue a “grande” algo de lo que pasa en esos 90 minutos de peli le va a suceder. Por ejemplo, quién alguna vez no se imagino en la puerta de una casita blanca con techo de tejas francesas, rodeada por una white fence de madera (nada de rejas ni alarmas) que enmarca un jardín verde lleno de azucenas, por donde corretea un labrador dorado que luce una rabiosa y brillosa cabellera lacia (como la que muestran los comerciales de Pantente), esperando a su marido llegar del trabajo con un pie de rasberries recién horneado en la mano. Por desgracia después llega la vida misma y se encarga de darnos algún que otro revolcón. Llegan los desamores, proyectos que se caen, frustraciones por trabajar en una fábrica de zapatos y no una empresa internacional, preocupaciones por no llegar a fin de mes, propuestas laborales que no se cierran, viajes que no salen, seres queridas que se van, matrimonio (s) que no funciona, sueños que se desvanecen y una larga lista de desilusiones. Experiencias que se viven como baldazos de agua fría, como cuando estás chapuceando tranquilamente en la playa y aparece por detrás una inmensa y silenciosa ola, que inesperadamente te knockea y te deja casi sin respiro y en bolas frente a un millón de personas. Espectadores que miran atentamente, piensan y murmuran cómo vas a zafar de ésta, mientras vos tratas de acomodarte lo más rápido y dignamente posible. Vivencias que se sienten más como una depre que un bajón, a se asemejan más a un dramón que a una peli romántica. Creo que nuestros padres también son en parte responsables por no habernos advertido. Podrían habernos dicho “chicos, ojo que lo que pasa en el cine, no pasa en la vida” o al menos un “miren que no es tan así”.
Hoy más que nunca, después de levantar la muestra de orina de una desconocida y haber iniciado mis trámites de divorcio, creo firmemente que hay que demandar a Hollywood.